El salón estaba en la más absoluta penumbra, apenas una pantalla de ordenador y un velador perdían la batalla contra una amplia estancia que, vacía, parecía aún mayor. Serge Gainsburg y un músico incipiente de origen argentino-canadiense turnaban sus voces. Pero una piscina de bolas sin niños, esqueleto de chapoteos secos, profundizaban la herida y hundían todo en un silencio sepulcral.
Iniciamos una charla, repasando el anecdotario de los momentos vividos juntos y contándonos aquellos que pensábamos que al otro le podría llegar a interesar, con la más absoluta sinceridad de que teníamos mutuamente sobre una cuenta atrás que mantendría nuestras confesiones en el más absoluto anonimato.
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